Una pregunta pertinente desde la otra orilla…
Uno de los temas al que nos ha devuelto violentamente el coronavirus, ha sido el de la importancia del ser, su preservación y la desnaturalización de los valores de la convivencia ciudadana graficada con mayor visibilidad en la manera como entendemos el desarrollo y la ciencia que parecieran por momentos, colisionar con el sentido trascendente de la vida, presumiendo de logros científicos y tecnológicos millonarios, mientras poblaciones enteras sucumben en el abandono más primitivo. Sin embargo, algunas explicaciones asoman cuando la confrontación con la realidad dramática y dolorosa de los tiempos del Covid-19 resultan comprobar la deshumanización de la civilización y el errado camino por el que transita alterándolo todo, metiendo la mano en la naturaleza, pretendiendo manipular la vida con métodos y experimentos a veces descontrolados que nos conducen hacia un inevitable despeñadero.
Como si no hubiéramos aprendido la lección después de Hiroshima, Nagasaki, Chernóbil y el conjunto de guerras que han convertido la tierra en un cementerio, persistimos en renunciar al sentido más elevado de la lógica, es decir, a la razón, en aras de una deidad sometida al viejo y pagano poder del dinero y la fuerza con la que juegan ese par de locos con los dedos puestos en un botón nuclear que prefieren alentar “investigaciones” para encontrar el arma bacteriológica cuya supremacía logre acabar con la mayor cantidad de vidas.
Es verdad que los miles de miles de muertos por esta pandemia mundial nos alarman, pero, ¿nos alarma más que los miles de miles de muertos por las guerras en estos últimos años? ¿nos alarma más que los miles de miles de hombres, mujeres y niños que mueren diariamente en el mundo por miseria, hacinamiento, falta de atención de salud y hambre? Pura hipocresía derivada del hecho que ahora la muerte nos toca la puerta y afecta a los nuestros.
Cualquiera que sea la idea personal que se tenga de la vida o de la divinidad, la religión o las prácticas de la fe, es esta una estupenda oportunidad para aproximarnos al drama humano buscando respuestas por situaciones en las que el hombre tiene mucha más responsabilidad que el supuesto enojo de dios quien, de hecho, está en cada una de las víctimas y al lado de los médicos y asistenciales que acompañan el dolor humano por todo el mundo.
Una de las razones por las que en algún momento me alejé del sentido religioso que recibí en el colegio jesuita en el que me formé, tuvo que ver con esa idea perturbadora del dios castigador, responsable de todas las desgracias humanas, enojado permanentemente y severo hasta la impenitencia que se dedicaba a cuestionarnos para sancionar, filosofía del temor, diametralmente opuesta al Dios generoso y alentador que es al que mucha gente buena busca en estos tiempos con honestidad.
Por eso, desde posiciones respetuosamente opuestas a los de la feligresía, miro absorto a hombres incrédulos y un mundo aterrado por una pandemia hacedora de muertes que trae a mi memoria al extraordinario sacerdote Gustavo Gutiérrez, creador de la Teología de la liberación, a quien le escuché decir que el mayor esfuerzo del hombre no debería enfrascarse en seguir tratando de vencer o modificar irreflexivamente la naturaleza, sino, comprender su orden, porque es allí donde se encuentran las respuestas a nuestra ignorancia. Tenía razón.
La necesidad de un nuevo orden nos señala la ruta para encontrar la armonía y poder construir un estado de bienestar, no necesariamente divididos entre pecadores con rumbo inexorable al infierno, y no-pecadores en “express” directo al cielo, sino, entre quienes aportan obrando con vocación de servicio y buena fe y los que buscan obsesivamente réditos sin importarles lo que destruyen, ni lo que significa eso respecto del mundo mismo y de la vida, sólo tratando de ganar cada vez más, concentrando riquezas, negando oportunidades y viviendo en medio de una suntuosidad ofensiva respecto de los que no tienen absolutamente nada, es decir, defendiendo ese capitalismo puro y brutal que sucumbe ante un virus que nos hace a todos, literalmente, iguales ante la muerte.
Gráfico: Neflix