Llegué a Buenos Aires hace algunos años en el último tramo de una investigación sobre “El mito y la política”. Era inevitable buscar a Eva Duarte de Perón, “Evita”, tratando de comprender la complejidad del mundo peronista, tan radical o conservador, como lo ha presentado sin pudores el desarrollo político del argentinísimo justicialismo, esa manera políticamente correcta de mantener vivo el legado del general Juan Domingo Perón.
Visité a viejos amigos, monumentos, obras de la época y hasta el mausoleo de la familia Duarte, donde un episodio llamó mi atención. Una familia sencilla de trabajadores, oraba. Esperé con prudencia el fin de sus rezos y me acerqué preguntándoles por esa expresión de claro misticismo político-religioso y apasionante del que fui testigo. El relato de la historia del peronismo resumido en algunas pocas frases conducía -con pasajes, más o menos religiosos- hacía un “altar”, si, un altar que le deba sentido a los miles de agradecimientos que leí antes en las paredes en nombre de una tal “Santa Evita”, conduciéndome hasta el barrio de La Boca.
Allí encontré muchas respuestas, pero al mismo tiempo, otro “altar” levantado en honor de “dios”, es decir, un conjunto de manifestaciones rituales desarrollados en el imaginario popular consagradas a Diego Armando Maradona, ese extraordinario jugador de fútbol que encandiló a sus todos con un expertiz futbolero que sus seguidores consideraban divinas, integrándolos por legiones al conjunto de “feligreses de la Iglesia Maradoniana”.
La comprensión cabal de las condiciones existenciales de este trasbordo del fanatismo deportivo hacia un contexto pagano-religioso, no se había asomado de una manera tan impactante y clara como lo hacía ahora, por eso, busqué información adicional sobre la pasión y muerte de Eva Perón para entender de alguna manera “su elevación a los altares” y, sin necesidad de ir a bibliotecas, encontré mucho material en las calles, entre la gente y en ese sentimiento nacional que produce el peronismo que vive -aunque algunos se resistan a reconocerlo- en el alma de los argentinos. La descripción de Eva Perón no es, de ninguna manera similar a la de Maradona, sin embargo, hay importantes similitudes y diferencias. Ambos provenían de la pobreza más cruel y ambos habían despertado –aunque por distintas razones- un apasionamiento vibrante entre la gente.
El caso de “Evita” superó la mundana suma de equivocaciones y expió sus culpas con obras de un inconmensurable amor por los descamisados, es decir los trabajadores, momento en el que su recuerdo se inmortalizó hasta endilgarle dotes de intersección divida. Y si bien, ninguna otra agrupación o movimiento logró el nivel de adhesión y compromiso que el peronismo, algunos piensan que, en el fútbol, de alguna manera si sucedió, porque el sujeto fanático compartió su existencia con muchos más formando una nación viva y un pensamiento nacionalista cuyo paradigma es la grandeza del ídolo que se siente incluso presente en los piquetes de la protesta y en el sindicato. Por eso en ese contexto, Maradona, la iglesia maradoniana (templo incluido en la ciudad de Rosario) y sus no pocos seguidores, son una expresión de la cultura popular que no hay que ningunear aun cuando no perdamos de vista tampoco, que la vida del deportista osciló entre la genialidad creciente del Maestro que para algunos hizo suya la corona del mismísimo rey Pelé y, la pequeñez sórdida de los excesos del irreverente cuya vida era asaltada por esos demonios que finalmente le pasaron una costosa factura que, según su propio decir, “ya había pagado con creces”.
Hoy, las notas dan cuenta que Diego ha muerto y viene a mi mente todo lo que generó en el consiente colectivo, del comportamiento grupal que lo llevaba –como a la generalidad de la gente- a reconocer las cosas malas que hacía, pidiendo perdón, pero al mismo tiempo, buscando no cambiar en lo más mínimo para no dejar de ser aquel a quien seguían por sus hazañas y en quien el ciudadano promedio se veía reflejado por los mismos problemas que enfrentaba. El sentimiento popular no es irreflexivo, pero el fanatismo sí porque va de la mano con la pérdida del sentido común y la lógica que no hacen confiable a quienes sostienen que el éxito lo debe perdonar todo una y otra vez. Y, aunque yo creo que Diego no se terminó de perdonar él mismo, sus dramas existenciales si fueron superados por su genialidad y el amor a la gente.
El Diego jugaba extraordinariamente bien y su paso por el futbol estuvo signado por su permanente ganas de triunfar generando esa especie de frenesí y entusiasmo compulsivo que ha movido a mucha gente por la ruta de un norte ganador y de la alegría en medio de un mundo que hace rato, solo hace llorar. En Buenos aires, encontré a “Evita”, comprendí más a perón y, entre los dos tipos de personajes que construyen los mitos, convine en que lo sagrado había convertido a Maradona en el “Diez”, pero los humanos, en un “dios”. Diego ha muerto, que haya paz en su tumba.