La rauda y aprensiva capacidad de las personas para transformarse ante los deseos incontrolables de las manifestaciones del poder mismo, han probado en el curso de la historia de la humanidad algunos de los efectos nefastos de la exacerbación del deseo, lo perturbador de la vanidad y el drama del «pronto éxito» que sobre todo en la política, se percibe con mayor nitidez pareciendo romper la lógica del equilibrio que debe primar en el proceso evolutivo de la personalidad y que produce cambios tan significativos que logran torcer el destino, condicionando comportamientos sometidos al puro interés y el abandono de ideales que laceran lealtades que parecían inmarcesibles para encubrir nuevos tipos, personas que crecen en medio de la miasma del mal hábito y tejiendo pueriles argumentaciones con el propósito de convertir la felonía en una debilidad humana socialmente comprensible, a pesar del uso de maledicencias y atropellos con tufo a cinismo vergonzante, consecuencia de la siempre frágil y por lo general precaria «necesidad humana de gozar de victorias».
Es tremenda la connotación de la traición en todos los planos, por eso, parece ser el único acto de los hombres que nadie se atreve a justificar -por lo menos en público- y menos, si está signada por las características de un desprecio irredento por la consecuencia, circunstancia que guia incluso a muchedubres sobre creencias y compromisos que se quiebran en un instante a causa del incumplimiento que genera desazón y que ha sido duramente castigada siempre, incluso con la muerte. A este respecto y aunque salidos de la historiografia religiosa, dos personajes emblemáticos aparecen de la mano de tan despreciable circunstancia en la propia biblia y, aunque en conjunto parecen graficar la naturaleza más íntima de la contradictoria naturaleza humana, han marcado al mundo de todos los tiempos, más allá incluso de confesiones religiosas. Caín asesinando a su hermano Abel y el Apóstol Judas Icsariote, quien por 30 monedas cubrió de penosa infamia su lugar de prinvilegio al entregar nada menos que a Jesus, el Cristo redimido de los cristianos sobre las manos ensangrentadas del imperio colonizador de la época, constituyen momentos cumbres desde el cual, la traición adquirió profundas connotaciones morales, religiosas y políticas, tan íntimas, que volvió inperdonable la actitud de los traidores, aquellos que -según Maquiavelo-, «son los únicos seres que merecen siempre las torturas del infierno político, sin nada que pueda excusarlos”.
Del detalle precedente al influyente político francés, Joseph Fouché, hay una línea común de consideraciones. Odiado y estudiado con gran atención, desarrolló sus perversas habilidades entre los impulsos de la revolución francesa, el imperio napoleónico, la monarquía y el Estado francés con motivaciones indescifrables e indefendibles que le permitieron tener esos éxitos relativos de los que da cuenta la historia, pero que puso en evidencia -por desgracia- una especie de modelo conductual del político que construye su presencia, vigencia y liderazgo sobre debilidades ajenas que convierte -casi en simultáneo- en fortalezas propias, jugando con la influencia y el poder sin controles, límites, ni moral, consecuencia inequívoca de una evidente vocación totalitaria que desafió al sentido común y promovió el abuso del poder y la mentira como una práctica insana que hizoque Fouché sobreviviera a Roberspierre y también a Napoleon, quienes no pudieron con el llamado genio tenebroso, mientras éste, sentaba cátedra sosteniendo simultáneamente posiciones contradictorias, cambios de parecer bruscos y, haciendo gala de un arte especial para conciliar con enemigos, por el puro afan de probar la efectividad de sus métodos, mientras a cada momento, ponía en marcha una nueva traición.
La descripción de Fouché, aunque breve, permite marcar más allá del personaje y las conceciones narrativas sobre él, un realismo dramático que ha trascendido a la época, al punto de sentir su presencia en todo lo que tiene de perverso, ingrato y falso esa politica que se ha hecho tan humana, como los defectos del hombre mediocre y decadente, permitiéndonos advertir lo que la corrupción y el transfugüismo han logrado hacer en términos generales, relativizar la moral pública y poner en valor un escenario escabroso de conceciones y renunciamientos también ideológicos, en los que han perdido los partidos, los hombres honorables y la historia, triunfando -aparentemente- los mercaderes, los negociantes y los aventureros, aquellos que han hecho de la politica -al decir de Haya de la Torre-, vil negocio culpable que redujo el auge de las masas y su protagonismo, a menbretes, logotipos que constituyen vientres de alquiler o simples franquicias donde lo último que interesa, son las ideas y los programas de acción.
En la actualidad, los partidos politicos muestran deficiencias para controlar la penetración de intereses distintos a sus fines fundacionales. La decadencia de la política y el interés por desmovilizar a las organizaciones del pueblo, promueven liderazgos fatuos y fines subalternos que buscan re-direccionar en nombre de la modernidad, la posición institucional, sobre todo hacia un centrismo pernicioso aun cuando algunos de estos históricos movimientos logran mostrar una sólida capacidad para resistir los embates del fascismo, del comunismo, del neoliberalismo y tambien en estos tiempos, al facilismo envuelto en denominaciones pragmáticas donde siguen decretando el fin de las ideologías y el ocaso de los partidos politicos sólo para imponer una realidad que tolere el negocio como fin de la política, olvidando al mismo tiempo que las ideas y los partidos, siguen siendo las columnas vitales en las que reposa la afirmación de la libertad y el verdadero ejercicio democrático del servicio público que, al decir de Unamuno, para los políticos verdaderos, se eleva al plano de la religión misma.
El que los Estados hayan sido asaltados por la corrupción y el discurso politico haya sido usado por avenbtureros con una falsa moral, nos permite condenar la naturaleza de la voluntad interior de los traidores cuyo deseo irrefrenable en la búsqueda del poder los lleva por el faccionamiento y la deslealtad como argumento de sus aspuraciones, acaso, una evidencia más de la sorprendente similitud de formas en la conducta de políticos que preservan modales formales, pero actpuan sin límites éticos, ni escrúpulos.
Que algunos acepten o nó la gravedad de este pr0blema, es irrelevante, como lo és, que lo autores de hechos y circunstancias de conspiración en la política reconozcan como lesionan valores, principios, fidelidad y el honor, independientemente de si se concreta la voluntad rupturista- ya que por duros e infraternos que sean los términos y las maniobras utilizados en los actos preparatorios, éstos quiebran la organización y socavan la fortaleza institucional dividiendo y restando, en vez de sumar y multiplicar. Por eso, tratar de definir la naturaleza de la felonía, es una urgencia compleja, pero necesaria, ya que ésta brilla de manera singular en la misma ruta humana de la política, felizmente, sin mucha suerte promisoria, ni perspectiva, pero igual, haciendo mucho daño, tal como lo acreditan expertiencias diversas como las del viejo Partido Civil, o, los esfuerzos de Cáceres, Piérola, Gonzales Prada y el propio Jose Carlos Mariátegui, quienes vieron quedarse en el camino proyectos legítimos el algún caso por obra de quien traicinó aquellos ideales.
Los opinólogos condescendientes reiterarán que «nadie nace traidor», aunque no nieguen que la oportunidad convierte a la persona en prisionera de debilidades de todo orden, razón por la que existe un universo impenitente de miseria que no hay que perder de vista nunca, justamente, para no ser víctimas de sus más implacables guerreros: los divisionistas. En el caso del APRA, hay varios momentos en los que la traición levantó la voz y, aunque éste no es un juicio de valor sobre las diferencias que motivaron confrontaciones y legítimas rupturas ideológicas y políticas, si es una narración que denuncia estrategias de enemigos o infiltrados dedicados al afan de quebrantar la unidad y «eliminar al partido«.
A la luz del tiempo, hay, sin duda, varias maneras de ver y entender al aprismo y su visión integradora y, aunque los tiempos cambian y también las maneras de abordar la sociedad, la política y el futuro, sigue siendo perfectamente válido la existencia de tendencias o corrientes que -en el sano y crítico ejercicio de la dialectica- se someten a los rigores del debate y la democarcia interna arribar dialécticamente a consensos. Sin embargo, nada justifica los «ismos», las conspiraciones, ni propuesta faccionales que impliquen la división del movimiento que, deberían saberlo, no tolera la traición y la condena severamente en nombre de los miles de hombvres y muejres libres que lo dieron todo, hasta la vida por esta causa, resultando oportuno por ello insistir en que la historia enseña que el aprismo es más grande que todos sus problemas, que unidos lo podemos todo, que detrás de todo faccioso solo existe traición, que para la traición no hay perdón y para los traidores, está reservado el peor lugar del infierno, justo aquel que Dante Alighieri describe genial, dramaticamente y sin contemplaciones en La Divina Comedia.