¿QUE BICENTENARIO CELEBRAMOS?

No tengo duda, que las razones para defender las celebraciones promovidas por los 200 años que cumple la república, puedan tener algo de legitimidad, pero al ponderar este período de tiempo en una fecha celebratoria específica, de alguna manera, ponemos en evidencia también, la postergación de los demás hechos que constituyen parte de la gesta independentista que omite el registro de la lucha heroica de los pueblos contra el invasor imperial, la contribución a la gesta liberadora de los indígenas que llevó a la victoria y capitulación de las fuerzas realistas que sin embargo, no desarmó el andamiaje de impunidad y miseria que legó la conquista. Veamos porqué.

Cuando los españoles llegaron al Tahuantinsuyo, impelidos por la voluntad colonizadora de expansión territorial y el deseo irrefrenable de apropiarse de recursos, encontraron a los hijos de Huayna Capac, (Huáscar, quien controlaba a los incas del sur y Atahualpa, que había heredado el reino de Quito), sumidos en una lucha intestina por el control del imperio, pero ¿Cómo venció el reducido número de españoles, a la masa indígena? Fueron circunstancias poco felices en las que fue determinante la subestimación del Inca frente al extraño que al poco tiempo se transformó en asombro y luego temor a lo desconocido cuando explotó el arcabuz y la gigantesca imagen del impresionante hombre blanco montado sobre un animal, se mostraba invencible, cubierto y protegido en su piel de metal (armaduras) que el Inca enfrentó subido en un anda (o trono) cargado por cerca de 80 personas, premunido de lanzas y armas rudimentarias, panorama de desventaja que se agravó  por la concurrencia de distintos conflictos con diversas tribus que, alineadas con  indígenas, no pudo evitar -a pesar del oro y la plata entregada-, la masacre producida al capturar a Atahualpa, ni evitar su posterior asesinato.

Que grupos de indígenas apoyaran también, de distintas formas, la marcha y el ingreso de la expedición conquistadora a la ciudad del Cuzco un año después, el 14 de noviembre de 1533, dice mucho del ejercicio pleno del asentamiento del poder conquistador, con mayor razón, si fueron los españoles quienes nombraron a Manco Inca como el sucesor en el poder, dando paso a un período que marca el fin de la era de los más de 13 Incas -según las crónicas de Garcilaso de la Vega, Pedro Cieza león y Antonio Vásquez-, y los casi cinco siglos que habría durado el período en el que dominaron los Incas según el padre Blas Valera y Luis E. Valcárcel, citados por el periodista José Luis Vargas Sifuentes en un interesante artículo sobre la materia.

Es evidente que fue insuficiente el esfuerzo por consolidar geográficamente el poderío del Tahuantinsuyo, dada la incapacidad de sus líderes para superar sus desencuentros y divisiones (mal perpetuo desde entonces), lo que se tradujo en una resistencia desorganizada y por tanto, ineficaz, que, sumada al factor sorpresa y la desproporcionalidad frente al equipamiento de guerra usado por el invasor, produjo los resultados y consecuencias de sometimiento que se conocen, sin desconocer el valor de la defensa indígena que se mantuvo activa y heroica en algunos lugares hasta que finalmente, durante la gestión del virrey Francisco de Toledo (1569-1581), sucumbió, debido al afianzamiento de los primeros signos de pacificación que algunos consideran un gesto de genuflexión y derrota.

El debate en torno a los siguientes casi 200 años antes de registrarse los primeros aires emancipadores, sigue abierto y tiene  que ver con semiesclavitud y explotación criminal, aun cuando parece mantenerse circunscrito a significar si la conquista propiamente dicha, fue un proceso de transculturización que fusionó culturas o, lo que se vivió durante la tan mentada conquista española fue en realidad, el exterminio de poblaciones enteras en manos de un invasor que cubrió sus sables y la sangre de sus víctimas, bajo el manto sacrílego de una neo evangelización que grafica válidamente el cura Valverde en su diálogo con Atahualpa, pero se afirma con la instalación en 1750, en Lima, del Tribunal de la Santa Inquisición. En todo caso, lo cierto es que el grito de rebeldía con el que se iniciaría el fin de aquella etapa próspera de plata, mercurio y oro para los conquistadores y sus lacayos, pero de oprobio y muerte para los locales indígenas, no es de autoría extraña, se produjo tempranamente, hacia el año 1780, constituyendo la señal de una extraordinaria insurgencia popular negada o soslayada de mil formas por la historia oficial y que deberíamos recordar con mayor entusiasmo.

Aquel año, quedó registrado  el levantamiento indígena y campesino más grande contra el imperio liderado por José Gabriel Condorcanqui, Tupac Amaru II, cuyo derrotero independentista fue sumando adeptos a una causa liberadora de piel cobriza que incluye la ejecutoria de cientos de rebeliones, conspiraciones y la presencia de los montoneros, verdaderos ejércitos civiles de luchadores por la libertad , sembrando conciencias y forjando primero una auténtica causa independentista y luego, más allá del 28 de julio de 1821 y el acta de la independencia, en la batalla de Ayacucho, donde el ejército realista capituló, concediéndole el triunfo a los insurgentes en la Pampa de la Quinua.

Aquel 9 de diciembre de 1824 debió finalizar el virreinato, cuando los españoles “marchan de regreso a casa con lo producido, pero sin legar ninguna obra, ni aporte trascendente”, sin embargo,  aparece con claridad, otro signo inequívoco de lo que sería desde entonces una constante entre las clases dominantes en nuestra vida republicana, la impunidad y el servilismo. Características que se mantendrían durante todo este período de nuestra historia donde se dejó de lado el espíritu nacionalista, postergando hacer justicia -mas allá de confiscar bienes y riquezas materiales manchadas de sangre-, y evitando la reivindicación de una nación cruelmente atacada, que fue testigo desde entonces, de la forma como continuaron usufructuando del poder, las mismas familias que reclamaban “linaje español” para conservar a cualquier costo sus privilegios cargando el estigma infame de la opresión.

De esta forma, el pueblo sometido, explotado y humillado que exhibió con desvergüenza la conquista, mantuvo esa misma condición durante la república, haciendo evidente la existencia de un Perú español y virreinal que se mantuvo vivo -incluso sin los españoles-, frente a otro Perú que se resistía a perecer en medio del oscurantismo y la rebeldía, pero en el ande olvidado y confrontado con su viejo esfuerzo por empoderar un histórico proyecto de nación unitaria. La república, en poder de aristocracias necias y envilecidas, mantuvieron una idea promocional y cada vez más frágil de la nacionalidad, donde marcados señalamientos centralistas reconocía solo a los criollos como propios, sin apartar la mirada y las nostalgias de un ultramar castizo que ninguneaba las dramáticas manifestaciones de atraso y abuso indígena que parecían no tener clemencia, ni fin, tal y como lo denunció Manuel Gonzales Prada.

En conjunto, todo aquello parece explicar el por qué, mientras los demás países invocaban procesos independentistas, como revoluciones que sembraron libertad y progreso en sus tierras, reclamándolas además, como respuestas nacionalistas que ayudaron a cambiar el destino de aquellos pueblos, en el Perú, hubo quienes defendían seguir siendo el centro político y económico de una colonia ya inexistente, punto neurálgico de una torcida identidad imperial  generadora de  impunidad y vasallajes, que hizo perder de vista el gran aporte transversal del protagonismo popular de la autentica revolución independentista.

Aportó a la comprensión cabal de nuestra realidad, la manera como  J.C. Mariátegui reflexionó sobre el Perú y el hecho que, cuando la república aristocrática se alistaba a celebrar -entre pomposas y costosísimas celebraciones- el primer centenario de la independencia, las juventudes y los trabajadores, liderados por la genialidad de Victor Raul Haya de la Torre , insurgieran, planteando redescubrir el registro histórico, reivindicando a los postergados y declarando que no había nada que celebrar, optando en cambio, por manifestaciones progresistas que exigían impostergables cambios que significaron el impulso constructor de una nueva noción de política y nacionalidad, motivada por un auténtico sentimiento nacionalista de enorme trascendencia, traducida en la organización proletaria, las jornadas de lucha por las ocho horas de trabajo, la reforma universitaria, la creación de las Universidades Populares y su visión futurista de la defensa de la naturaleza y el derecho a la libertad de conciencia, esfuerzos todos, que fueron cimiento del naciente y extraordinario  movimiento popular fortalecido en la protesta, que logró, como en la gesta de Tupac Amaru, ser la voz de la desesperanza interpretando el clamor y sentimiento de los oprimidos y las provincias  que permitió crear conciencia de la necesidad de acabar con el centralismo oligárquico y  frenar los efectos del nuevo imperialismo que llegaba a nuestras tierras de la mano del nuevo siglo.

El Perú desde entonces, si bien vivió una tragi-comedia que reedita las mismas corruptelas, controversias, deslealtades y traiciones de siempre durante la república, recreó también, los impulsos promovidos por la generación de jóvenes y trabajadores que denunciaron la ilusoria bonanza económica que cayó del cielo y cubrió de guano y salitre el viejo drama del asalto a las arcas públicas, de oprobio las guerras y traiciones en las que nos involucraron y que fueron solapadas por el silencio miserable de gobernantes que no comprendieron la naturaleza del preludio de un capitalismo que debía consolidar nuevas y dinámicas estructuras, pero que, sin embargo, fue subsumido por las hondas raíces del vasallaje económico-cultural al servicio de un colonialismo que, gracias a sus oligarquías cortesanas, aplaudió la exploitación imperialista (de antes y de ahora), prefiriendo seguir sirviendo intereses extraños, sostenidos por dictaduras y totalitarismos que privilegian el rentismo y la exportación de materias primas, en vez de actuar contra la ignorancia, el abuso y la explotación, elementos que prueban la estafa contínua de una republiqueta en donde la máquina y la producción nunca fueron puestos al servicio del desarrollo, abdicando, como país, del derecho al progreso y el bienestar, mientras una anacrónica estructura semifeudal define la sociedad que preserva y donde se impone, entre otros, el sentido deleznable con el que el poder del dinero mira, interviene y define nuestro destino.

Pero esta historia de incomprensibles ironías, registros incompletos, protagonismos falsos,  heroísmos inventados y sentimientos  patrioteros, aún no termina. Victor Raul Haya de la Torre se encargó de mostrárnos aquella realidad en toda su crudeza, pero también nos planteo una ruta de transformación que reclamaba al país, ser más grande que todos sus problemas, exigiendo al mismo tiempo que las sucesivas crisis, corruptelas y fortunas mal habidas, asi como los ofensivos signos de opulencia, no tocarán las motivaciones historicas que fueron base del gloiroso movimiento popular que construye, justamente a través  del progresismo de este gran líder, una idea de país que  hizo voltear las miradas sobre la pobreza endémica con la que hay que acabar,  aunque la misma élite que le robó a los pobres su derecho a participar en la construcción de un destino distinto, este más preocupado en las pompas y los fuegos arificales de una fiesta en la que nadie responde la pregunta ¿Que celebramos realmente?.

La rebeldía transformadora, traducidas por décadas en causas revolucionarias, recoge la herencia gloriosa de las luchas producidas por las masas, nos recuerda la heroicidad que un pueblo que es el gran protagonista de una historia mucho más larga y sacrificada que la que se nos cuenta y que se la debemos al pueblo, más que cualquier caudillo. Por eso, aprestémonos a recordar el año 2024 la gloria de la Batalla de Ayacucho, la Independencia patria y el primer centenario de la fundación del aprismo, el marco ideal para una nación que no perdió nunca la dignidad y supo librar batallas para expulsar a las fuerzas del imperialismo invasor (ayer y ahora).

¡Viva el Perú!