La primera vida –refiriéndose a la niñez-, siempre nos marca definitivamente, me repetía el gran Guillermo Carnero Hocke y, tras los años, convine certeramente en ese concepto, una y otra vez, sobre todo, tras encontrarme con Victor Humareda Gallegos.
Me propuse hacerle una nota y, cuándo lo encontré, romper el hielo era el principal objetivo. Lo tuve al frente y parecía conocerme de siempre por lo que con señales “iniciamos un diálogo” debido a su dificultad para hablar que suplió con gestos y registros en papel.
Duro, complejo y entrañable con los recuerdos, me acercaba y alejaba a su vida impidiendo que fuera parte de ella. Como elegante presentador de una comedía representada por él mismo, trasmitía capítulos de una historia que la pretendía ajena produciendo momentos inolvidables.
Mis notas quedaron grabadas y sin uso cuando me estrujó en el rostro su infancia de soledad y estrechez económica, la misma de millones en el Ande. Victor Humareda había nacido en Lampa, puno, el 6 de marzo de 1920. Mi pueblo “es tierra de pobres que cargan un alma rica” me dijo, quien había renunciado a las apetencias materiales. Recorrió a sabiendas esa ruta de dramas, hasta que el aguijón de la pobreza alteró su vida familiar y, ya joven, con toda su genialidad encima, marchó buscando protegerse de esa infamia de falta de oportunidades a los dieciocho años. Así, sorteando la tumultuosa y fría ciudad de Arequipa, siguió el camino impersonal hacia la gris capital, donde ingresó a la Escuela de Bellas Artes y bajo el ánimo de formación del eximio pintor indigenista José Sabogal.
Pero ni su talento, ni las extraordinarias condiciones que mostraba serían suficientes para brindarle las posibilidades de mantener la escuela, por lo que, buscando “mantenerse en el ambiente”, pintó retratos callejeros y trabajó como asistente en un estudio fotográfico hasta que en 1950 recién acabó sus estudios en Bellas Artes. Con una beca se trasladó a Buenos Aires, lugar donde se consolidó como artista, logró su primera exposición individual, tras lo cual decidió su retorno al Perú de la mano con sus preferencias por Rembrandt, Goya, Van Gogh y Velázquez.
Ya en Lima “La Horrible” se refugió en el Hotel «Lima», donde “La Parada” y el distrito de la Victoria fueron los espacios urbanos de caos, delincuencia y prostitutas que lo hizo confrontar valores desde su inspiración más íntima. En este mismo sitio se hospedó con Marilyn Monroe, la musa eterna de sus encantos que permaneció en sus paredes inspirando su obra y su vida en medio de un ensueño multicolor de arlequines que constituye ese recodo Europeo que los críticos identificaron entre los años 70 y 80 «como su propia visión de la realidad y el nivel más elevado en su producción artística».
Lleno de excentricidades, sus trazos fueron un modo de pago y por eso, “su obra está entre todos, aun cuando no está en ningún lado”. Dueño de una singular manera de vivir, o morir de a pocos, según como se mire, el cuadro de su vida lo formaban el Hotel, el emolientero, las prostitutas que lo acosaban y el bar “El Cordano”. Conquistador impenitente de una parte de esa Lima que las provincias conquistaban sin pudores, fue el vencedor del caos reinante frente al que una carcajada se imponía acompañado de colores intensos llevados hacia nuestros ojos llenos de expresionismo y una nacionalidad íntima.
El final fue, como toda su vida, agónica y signada por un silencio que le tributó la enfermedad que le robó la voz, pero que no pudo callarlo. Una foto en el bar «El Cordano» nos recuerda su presencia, mientras su viejo hotel remodelado –para su sonrisa-, alejó momentáneamente a los parroquianos y ahora alberga a hijos de migrantes que con mejor ánimo se llaman emprendedores. El emoliente y el “calentito” ahora compiten con la maca y otros brebajes que nos recuerdan la realidad de un país que existe y que nos invita a mirarlo para descubrir dentro, mucha más gente de la que nos imaginamos que existe.
Cientos de trazos y una libreta de notas no permitieron que se alejara de quienes se burlaba o con quienes vivía, incluso, de quien esta nota escribe y a quien, pese a mis modestos y atrevidos 15 años, despidió levantando el sombrero de copa y con un ademán llenó de glamour que nunca he podido olvidar. Humareda murió en medio de reconocimientos en Lima el 21 de noviembre de 1986. Cuando me enteré de su fallecimiento fui al bar «El Cordado», justo frente a Palacio de Gobierno y frente a su retrato -que hasta ahora se conserva en el mismo lugar-, levanté la mirada y sonreí.
El maestro había vencido la indiferencia y de seguro, reía a carcajadas. Supo siempre que había triunfado, aunque esta vez, viajaba solo, Marilyn lo esperaba en otro plano, mucho más lisonjero y atrevido que este.