Con los resultados electorales que enfrentaron a Pedro Castillo y Keiko Fujimori, hay quienes gustan sostener que “el Perú quedó divido en dos”, como si antes de aquella circunstancia, esa noción de diferencias, distancias y quiebres no hubiera existido. Lo cierto es que el centralismo asfixiante viene con la historia nuestra, con el abandono lacerante de las provincias, el imperio de una oligarquía centralista capitalina y la negación torpe de un país mestizo que ha sido una constante y al mismo tiempo, una de las causas que explican las enormes diferencias que separan a los peruanos y por la que los extremos desde el poder, produjeron realidades contrapuestas que los científicos sociales ubican frente al mar y tras el ande por un lado o, entre el norte versus el sur, pero siempre como herencia de la misma visión extractiva y mercantil en el que la opresión y el oscurantismo vino sobre nuestras espaldas desde los tiempos del coloniaje, un período estudiado desde la perversidad del simplismo en el que se suceden caudillismos insulsos, tragedias sociales, frustraciones políticas, violencia y naturalmente, esa absoluta inestabilidad que ha sido la constante de nuestra historia.
Desde que el aprismo planteó su Plan Máximo Continental el año 1924 y luego, el Plan de Acción local en 1931 para el Perú, un nuevo discurso ideológico marcó nuestro derrotero durante casi todo el siglo XX, testigo de una confrontación real al sistema de explotación que se vivía, a través de la defensa de un modelo político-económico de profundo carácter antiimperialista, descentralizador, participativo y transformador que ha sido modelo de muchas sociedades al que las derechas solo opusieron rechazos, consignas y vetos.
Lo cierto es que no se conocen fórmulas distintas al aprismo que hayan surgido desde la comprensión cabal de la propia realidad para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, lo que explica el por qué desde los sucesivos gobiernos, se convirtió en una constante el voluntarismo y la actividad de los grupos minoritarios que, respondiendo al cálculo de cada época llevó a la preeminencia a un individualismo practicista, anodino, antiético y reaccionario expresado por lo general en la arbitrariedad de un pensamiento inmóvil que toleró el oscurantismo y el esclavismo laboral, basado en razonamientos mercantilistas (estatistas y privados) en el que convergen hasta estos días, los extremos de las izquierdas y las derechas que nos siguen arrinconando bajo la maniquea dicotomía de “cambiarlo todo, o no cambiar nada”.
El país mantuvo por eso un tramo por recorrer para afirmar la república y también para consolidar democráticamente su futuro integrador, para hacer viable una mirada común que pueda desplazar primero, las limitaciones de esa perniciosa comprensión social y económica básica de los ciudadanos y del Estado y luego, intentar la derrota entre nuestros gobernantes y líderes políticos de la incapacidad y la corrupción, males tan dramáticos como el populismo demagógico más abyecto.
Irónicamente, la izquierda radical en el poder estos días, llena de contradicciones, incapacidades y con una mediocre complicidad caviar, mantiene «el estándar burgués de la sociedad de decadencia«, aúpa y protege personalidades que nadie sabe si abandonaron el violentismo, pero que “exigen democráticamente” se les deje gobernar aunque respiren voluntad totalitaria y desprecien el sistema; mientras la derecha y una gama de voluntariosos tontos útiles, se enfrascan en una lucha de frases, movilizaciones poco estratégicas y sin contenido a un gobierno que ideológicamente sabe que es lo que quiere, pero al que atacan sin asumir previamente sus propias responsabilidades, olvidando que fueron los grandes medios de comunicación que dirigen, los que dinamitaron a los partidos políticos y llevaron a Pedro Castillo al mismísimo palacio de gobierno.
No es suficiente adueñarse febrilmente de las redes sociales para creer que campañas lideradas por opinólogos que «desde las nubes» resolverán todos los problemas, el daño que infligen a la conciencia social destilando “antis” aumenta el problema, no ayuda a forjar conciencia y tampoco contribuye a deshacer el proyecto neo-senderista del entorno cercano de Pedro Castillo, defendiendo al mismo tiempo, en cambio, la imagen de una derecha organizada inexistente –siempre bajo el pretexto de la defensa de la democracia- encubriendo el modelo económico del neoliberalismo que defienden con sus rimbombantes juicios de valor mientras de paso, justifican la quincena.
Aquí se notó la ausencia orientadora de los partidos políticos permitiendo que el extremismo gane las elecciones, lo que nos lleva a enfrentar la crisis desde posiciones unitarias y progresistas entre pares, marcando distancia con esa idea abstracta de la democracia a la que aspira la derecha que es únicamente política, pero también, respecto del totalitarismo que muestra un gobierno al que hay que confrontar sin titubeos, bajo análisis rigurosos y posiciones firmes al lado del pueblo y su futuro, ya que, más allá del nombre del presidente o su partido, la historia parece reeditar como una fatal condena, que, tras la lucha entre intolerancia y el golpismo, tal y como ya sucedió, lo que viene es el fascismo, sobre todo, cuando, como en el caso reciente de Martín Vizcarra la medicina resultó peor que la enfermedad.
Reagrupar a la organización popular, reconstituir simultáneamente a los partidos y observar reflexivamente el conflicto social para redefinir las condiciones de la lucha política, permitirá generar mayor nivel de conciencia y posiciones de mayor consistencia para poner en marcha tareas formativas en todos los planos sociales posibles. No solo se trata de gritar, ni de estructurar mensajes que suenen agradables, tampoco de movilizarse sin saber con quién se marcha al lado, sino, de advertir que es lo que viene luego tras nuestro actuar, para que las groseras experiencias de Fujimori y Montesinos, Toledo y Maiman, Ollanta y Nadine, PPK y Vizcarra, así como el propio Castillo y Cerrón, simplemente, no se vuelvan a repetir.
Hay que tener cuidado «con los que opinan y con lo que nos venden» sobre todo cuando no conocen nada porque no orientan, confunden. Hay que alejar a los demagogos, a los aprendices de estrategas, a los que creen que la política es un juego autista de intuiciones, ya que en momentos de dura confrontación como el que vivimos no es difícil encontrarnos con los que creen que anarquizar y exacerbar el conflicto aporta a la consolidación de la democracia, cuando en realidad pone en riesgo los pocos espacios democráticos ganados en el seno de la sociedad y que, perdiéndolos, reeditaríamos un error tan grave como el que algunos voceros del gobierno producen al sostener que es mejor destruirlo todo, para empezar de nuevo.
Hay que mantenerse alertas para que no se ponga en riesgo la supervivencia de las organizaciones y espacios que el pueblo ha ganado, ya que los que agudizan las contradicciones o anarquizan el escenario político lo que buscan es un coto del poder o la posibilidad de negociar a costa de la vida agónica del pueblo, sus propios beneficios. El Perú merece, por fin, tener científicos sociales, analistas con visión de futuro y actores políticos capaces como lo fueron quienes integraron la generación que lideró las luchas de inicio del siglo XX para poder avanzar hacia un futuro distinto y sustancialmente mejor.