Un esfuerzo para reivindicar la honestidad política
Recordando al maestro en el día de su nacimiento…
En un país teóricamente emancipado, pero en el que se mantienen modos cortesanos y un banal espíritu virreinal, donde las oprobiosas exclusiones, las promesas incumplidas y los proyectos inconclusos son una constante, lo que faltaba era que el fatalismo que nos condena al subdesarrollo convenientemente inventado por las oligarquías que detentan el poder, genere el clima propicio para que la corrupción tome por asalto el poder e inicie una grosera sucesión de gobiernos preservadores de los intereses de una élite liderados por impresentables facinerosos.
La opresión, el oscurantismo y la falta de conciencia histórica hicieron lo suyo por su parte, destruyendo los paradigmas de nuestra más cara nacionalidad y ninguneando el sentido trascendente del patriotismo con el que el pueblo había despertado para participar de la construcción de su propio destino, forjando sus organizaciones y conquistando cambios en la noción de la economía y la política, siempre bajo la noble aspiración progresista de la justicia social.
En medio de esa trama visibilizada con nitidez desde inicios del siglo xx, generaciones brillantes siguieron la ruta trazada por J.C. Mariátegui y V.R. Haya de la Torre, aportando singulares cualidades en todos los campos del pensamiento y la acción. Ramiro Prialé, quien había nacido un 6 de enero del año 1904, fue una de las extraordinarias personalidades surgidas desde la entraña de los andes que con indescriptible sencillez se hacía notar en medio de la grosera sociedad de formas oligarcas que imperaba, poniendo al servicio de su país -con talante y talento personal- una contribución a la tarea liberadora del Perú, como un esfuerzo tangible en el que la solidaridad y las fuertes convicciones democráticas se mezclaban con una honestidad acrisolada que contribuyó, de manera decisiva, a romper con el pasado vergonzante y fortalecer el diálogo entre peruanos y constituirse en la columna principal de la organización partidaria más importante del pueblo trabajador, logrando, incluso en las más aciagas horas de la persecución, la clandestinidad y la cárcel, una resistencia heroica donde, cual predicador del advenimiento de la buena nueva, Prialé aparecía anunciando vehementemente la esperanza aprista de mejores tiempos.
Ramiro Prialé llegó a la política para participar activamente y cambiar esa pesada carga de traiciones y miserias de la que está llena la historia oficial del país, superando con mucho esfuerzo su propia condición de hijo del pueblo y aprista, imponiendo los objetivos trazados durante toda su vida, es decir, luchar contra la pobreza y la exclusión de las provincias, convirtiéndose -desde su condición de militante de un progresismo proactivo-, en un pilar de la convivencia ciudadana y ese diálogo entre peruanos que se mantuvo a pesar de la coyuntura y las diferencias ideológicas. Gracias a él, la idea del Diálogo nacional, el Proyecto país y el Programa Perú se integraron al discurso político, al punto que hay períodos donde la democracia le debe a este genio, la posibilidad de existir.
Fue perseguido y encarcelado catorce años, sumando otros períodos de destierro por defender las libertades. Pagó en el destierro el costo de su lealtad al partido del pueblo con una penosa e irreversible situación familiar, circunstancia que, sin embargo, jamás le arrancó una expresión de rencor, permitiéndole deponer sentimientos personales privilegiando el interés de la patria que en varias oportunidades lo terminó acercando a sus propios perseguidores. En el plano personal cumplía con todas las invitaciones que recibía y asistía puntualmente a los sectores partidarios, sindicatos, organizaciones sociales y grupos que los requerían -aún a los más pequeños y distantes-, escuchando con real interés las preocupaciones cotidianas en el lugar que fuera abordado. Visitó los hogares de sus compañeros e innumerables ciudadanos –aun cuando no tuvieran una estrecha relación con él- alentando a los familiares de los presos o enfermos a mantener la fe en la causa que los unía. Contribuía anónimamente en cuanto le era requerido por propios y extraños, permitiendo a los angustiados que lo buscaban, sobrellevar sus problemas y resolverlos con la diligencia posible. Llegaba de improviso a las celebraciones de cumpleaños, bautizos o, simplemente, para acompañar a la familia de un número impreciso de fallecidos a los que despidió personalmente.
Haya de la Torre depositó toda su confianza en él por largos períodos y por ello, le encargó dirigir su partido, contribuir personalmente a organizar las juventudes apristas y a los Chicos Apristas Peruanos (CHAP), tarea en la que, en su condición de profesor, pudo liderar la defensa de la gratuidad de la enseñanza, consolidando el sueño de las generaciones precursoras de hacer del aprismo, no solo un gran movimiento de masas, sino fundamentalmente, un partido escuela.
El gran organizador político, el impulsor proactivo de inquietudes ciudadanas, el dirigente honestísimo, el parlamentario culto, hábil y el eficiente presidente del senado impuso el mejor de los estilos, la palabra serena y cumplida preservada con el gesto viril de un exigente maestro, predicando, además, con el ejemplo de su propia vida. Los rasgos duros de su rostro andino contrastaban con su mirada tierna y el gesto fraterno de sus manos al abrazar a todos. El poeta Alberto Valencia ha dicho que, “como hijo legítimo del pueblo, bregó por formar –desde el aula o en el poder-, una falange de jóvenes superiores -moral y espiritualmente- para hacerlos parte de esa raza especial de hombres dignos, que impusieron, con el ejemplo de su vida, una nueva moral política”.
La dramática crisis moral que sobrevino en el país compromete su legado y nos lo devuelve en su lucha sin cuartel contra el aprovechamiento del poder. Con una conducta pública y privada intachable, su recuerdo se levanta sobre la miseria moral para reclamar cambios urgentes antes que el robo y la corrupción se conviertan –falsamente- en una constante e inevitable normalidad.
Aprendí mucho de su enorme capacidad reflexiva y de su fraternidad. Me agobió siempre, sobre todo, cuando respondía con una sonrisa los cuestionamientos y los insultos. En la fraternal y franciscana reserva de su hogar ubicado en el pujante distrito limeño de Jesús María, nos recibía al culminar las jornadas de labores y allí lo escuché -grande y genial- hasta que las madrugadas nos asaltaran en medio de anécdotas, preocupaciones y los sueños entusiastas de un veterano que, a diferencia de otros, mantuvo hasta el último aliento, un proverbial espíritu guerrero y un aprismo permanentemente activo, futurista y joven.
El 25 de febrero del año 1988 falleció, dejando un legado de amor inmenso por el Perú, y la obra de Haya de la Torre intacta, lo que debería ser difundido intensamente. Sin embargo, hoy, muchos jóvenes no lo identifican porque la historia oficial prefiere mantener en sus páginas a personajes que compraron un sitio en sus registros con dinero y poder, mientras don Ramiro partió –a pesar de todo el poder que dicen que tuvo- en la pulcritud de la sencillez de un hogar discreto y una decencia ejemplar que fueron parte de una actividad política a la que entregó todo, guiado siempre por el ideal de darnos un país de posibilidades que, como lo hacen los grandes maestros, brindó una inolvidable lección de honestidad que bien valdría la pena recordar y enseñar en estos tiempos de absoluta orfandad moral y miseria política.