En la incontrastable ciudad de Huancayo, llamado así por la valentía, el espíritu rebelde y la vocación libertaria de su pueblo durante la guerra por la independencia, el 6 de enero del año 1904, justo en las fiestas cristianas de “Bajada de Reyes” y en medio de una familia pujante que con la ocasión vivió intensamente el valor de la natividad, nació Ramiro Abelardo Prialé Prialé, el más insigne de los líderes del aprismo, el más aplicado discípulo de Victor Raul Haya de la Torre y el responsable de la organización y supervivencia del gran Partido del Pueblo, próximo a cumplir una centuría al lado de los que menos tienen.
En un país teóricamente emancipado, pero en el que se mantienen modos cortesanos y un banal espíritu virreinal, las oprobiosas exclusiones, las promesas incumplidas y los proyectos inconclusos habían sido una constante vergonzosa y, justo lo que faltaba para que fuera real el fatalismo que nos condenaba al subdesarrollo conveniente para las oligarquías que detentando el poder, preferían un país que excluía hermanos en función de su origen y la raza y, en el que los privilegios eran el pan de cada día que exacerba las diferencias y propiciaba que la corrupción mantenga el gobierno, desatando una grosera y pervertida sucesión de regímenes conservadores que dirigió una élite de impresentables facinerosos.
Así miró y así sintió la historia de la nación el profesor Ramiro Prialé, quien vivió el Perú como una dramática consecución de dramas donde la opresión, el oscurantismo y la falta de conciencia destruyeron los valores y paradigmas de nuestra más cara nacionalidad, ninguneando, de paso, el sentido trascendente del amor a la patria con el que pretendía participar de la construcción de su propio destino, forjando sus organizaciones y conquistando cambios en la economía y la política, siempre bajo la noble aspiración progresista de la Justicia Social y la revolución social democrática que acabaría con la explotación.
En medio de toda esa trama visibilizada y hecho programa por Victor Raul Haya de la Torre desde inicios del siglo xx, generaciones brillantes se alzaron, aportando en todos los campos del pensamiento y la acción, una idea de la adhesión y el compromiso que los distinguió. Destinado a convertirse en una de esas extraordinarias personalidades surgidas desde la entraña misma de los Andes, pronto el entusiasmo de Ramiro Prialé calzó con el nacionalismo antiimperialista, levantando su voz desde la provincia contra el patrioterismo insulso que había conducido al país hacia la confrontación por fronteras levantadas con armas, muertes y dinero de hermanos a los que se condenó al fraccionamiento, contestando el chauvisnismo, con la exigencia de una transformación del hombre y la sociedad, tarea a la que le dedicó sus mayores esfuerzos desde entonces.
Dueño de una sencillez que se hacía notar, mantuvo el legado de los guerreros huancas y se impuso en medio de la sociedad huancaína de formas oligarca, rechazando enérgicamente con la enorme sólidez de su honradez y liderazgo, la explotación de la labor en el campo y la mina, razón por la que desde muy joven se puso, sin condiciones, al lado de los ideales superiores de la justica y al servicio de ideales superiores.
Hombre libre y de buenas costumbres, mostró talante y un talento personal con el que hizo política, evidenciando una vocación que constituye una real obra de amor por el Perú, los logros de un esfuerzo tangible en el que la solidaridad y las fuertes convicciones democráticas se entrelazaban con una honestidad acrisolada que contribuyó de manera decisiva, a romper con el pasado vergonzante y perennizar propuestas de diálogo que marcaron un estilo de romper con el odeio insano en la política y acercar posiciones entre adeptos y oponentes, incluso, en las horas más aciagas de la persecución, en la soledad de la clandestinidad y hasta en la cárcel, donde, cual predicador del advenimiento de la buena nueva, anunciaba vehementemente, sin descanso y a viva voz, la esperanza aprista de mejores tiempos con paz y justicia social.
Don Ramiro, se inscribió en el Partido Aprista en 1930, años despues de haber llegado a la política, para no apartarse nunca más de su organización junto a una enorme legión de jóvenes dispuestos a cambiar la pesada carga de traiciones y miserias de la que está llena nuestra historia oficial.
Superó con mucho esfuerzo su propia condición de hijo del pueblo y provinciano, imponiéndose los objetivos de luchar contra la pobreza y la exclusión durante toda su vida, convirtiéndose, como militante o dirigente del aprismo, en un pilar en la defensa del respeto y las formas de la convivencia ciudadana, debido a todos los esfuerzos que realizó para que la comunicación en la política se mantuviera a pesar de la coyuntura o, incluso, de marcadas diferencias ideológicas.
Gracias a él, la idea del Diálogo Nacional, se abrió paso junto a las nociones modernas del Proyecto país y, al Programa Perú, sobre los que formuló exhortaciones por las libertades, al punto que hay períodos de nuestra historia, donde la democracia le debe a este genio de la fraternidad, la posibilidad de existir.
Don Ramiro, que es como le gustaba que lo llamaran, fue cruelmente perseguido debido a su militancia aprista y encarcelado catorce años largos y penosos años acusado de defender las libertades. Paghó con el destierro su lealtad a ideas y principios cuyo costo se vería reflejada en la penosa e irreversible situación a la que los gobiernos que lo perseguían condenaron sin piedad a su familia, una circunstancia que, sin embargo, jamás le arrancó una expresión de rencor o voluntad de venganza, deponiendo por el contrario, sentimientos personales para privilegiar el interés de la patria y su partido, un ejercicio de amor y compromiso que en varias oportunidades, lo terminó enfentando a la ingrata experiencia de tener que acercarse a sus propios verdugos o dialogar con quienes muy poco tiempo atrás, irónicamente habían ordenado, literalmente, su asesinato.
En el plano personal, este legendario líder aprista desarrolló una peculiar forma de relacionarse con los compañeros y compatriotas que llegaban a él con algun requerimiento. Los recibía con entrañable afecto, a todos, y era habitual verlo en los actos de los sectores partidarios, sindicatos, organizaciones sociales y grupos sociales -aún los más pequeños y distantes- escuchando con real interés, todas y cada una de las preocupaciones cotidianas en el lugar que fuera abordado y con quien quiera que le alcanzara una mano solicitando su atención.
Durante su larga y fecunda vida, con cargo público o sin él, conociendo o no a las personas, se dio un tiempo para visitar con gesto afable, los hogares de sus compañeros, sus centros de trabajo y, a innumerables ciudadanos donde quiera que estos se pudieran encontrar, alentando a los familiares de los presos, enfermos o deudos, llamándolos a mantener la fe en la causa que los unía y, a la que sopstenía, debían servír con real devoción.
Contribuyó anónimamente en cuanto le era requerido por propios y extraños, permitiendo a los angustiados que lo buscaban, sobrellevar sus problemas y resolverlos con la máxima diligencia posible. Llegaba de improviso a las celebraciones de cumpleaños, bautizos o, simplemente, para acompañar a la familia de un número impreciso de fallecidos a los que despidió personalmente. Por su don de gente, Haya de la Torre depositó toda su confianza en él, encargándole en los momentos más difíciles, dirigir su partido, contribuir personalmente a organizar las juventudes apristas que el coordinó el 7 de enero de 1934 y, a los Chicos Apristas Peruanos (CHAP), tarea en la que se comprometió desde 1950 en su condición de aprista y profesor cuya bandera y emblema siempre fue la defensa de la gratuidad de la enseñanza.
Artífice del acercamiento de fuerzas políticas para preservar las libertades e instituir la democracia, hay quienes lo señalan como poseedor de un poder real que sin embargo, parecía contrastar con la sencillez de una personalidad prístina y una vida austera casi monacal.
El gran organizador político, el impulsor proactivo de inquietudes ciudadanas, el viváz y honestísimo dirigente, el varias veces parlamentario culto, y el hábil y eficiente presidente del senado, supo imponer el mejor de los estilos -que sostenía-, provenía de su Partido Escuela, el APRA, un estilo que complementaba con la palabra reflexiva y el sereno ofrecimiento cumplido, preservado, además, con el gesto viril de un exigente maestro que gustaba predicar, enseñando con el propio ejemplo de su vida.
Los rasgos duros de su rostro andino, contrastaban con su mirada tierna y el gesto fraterno de sus manos al abrazar, literalmente, a todos. El poeta Alberto Valencia lo describe con la genialidad del artista: “hijo legítimo del pueblo, formador desde el aula o en el poder, líder de una falange de jóvenes superiores -moral y espiritualmente- que hicieron del aprismo, una legión de hombres dignos, que, con el ejemplo de sus vidas, señalaron la ruta del rescate moral de la patria indoamericana”.
La dramática crisis moral que sobrevino en el país estos tiempos, compromete su legado y nos lo devuelve vivo y presente en su lucha sin cuartel contra el aprovechamiento del poder. Hombre con una conducta pública y privada intachable, su recuerdo se levanta sobre la miseria moral para reclamar cambios urgentes antes que el robo y la corrupción se conviertan –falsamente- en una constante de inevitable normalidad.
Ramiro Prialé me distinguió con gestos de una fraternidad superlativa y aprendí mucho de su enorme capacidad reflexiva, de su sencillez y su disciplina personal. En buen tono siempre, pero con gestos de severidad, no dejó de pedir que reconociéramos valores en el aprismo difundiéndolos sin cansancio. Siempre me sorprendió verlo responder con una sonrisa todos los cuestionamientos y hasta los insultos que recibía. En la franciscana reserva de su hogar, ubicado en la calle Luzuriaga del distrito limeño de Jesus María, nos recibía al culminar las jornadas de labores partidarias y es allí donde lo escuché, grande y genial hasta que las madrugadas nos asaltaban en medio de anécdotas, preocupaciones y los sueños entusiastas de un veterano que, a diferencia de otros, mantuvo hasta el último aliento un proverbial espíritu guerrero y un aprismo activo, futurista y joven.
El 25 de febrero del año 1988 se nos fue el cuerpo físico de este gigante del pensamiento y la obra aprista, dejando un legado de amor por el Perú y el aporte más significativo a la obra de Haya de la Torre, su ejecutoria moral intachable. Si bien hoy, muchos jóvenes no lo identifican porque la historia oficial prefiere mantener en sus páginas a personajes que compraron un sitio en los libros con dinero y poder, don Ramiro mantiene un espacio de gloria en el Olimpo de los nobles hijos del pueblo y en la memoria de sus compañeros y paisanos que lo recuerdan imperecedero, cuya figura se cimentó en la pulcritud y en la sencillez de una personalidad discreta y una conducta ejemplar que fueron parte de su actividad personal que no hacía distingos entre lo privado y lo público.
Se entregó a la política y, a ella, le entregó todo, aspirando darnos un país de oportunidades que, como lo hacen los grandes maestros, legó una invalorable lección de honestidad que bien valdría la pena recordar y enseñar en estos tiempos de absolutas carencias espirituales y total orfandad moral.